Una cuestión de humanidad
(El Mundo, 27 de marzo de 2005 - Gonzalo Herranz). Que se conceda a alguien el poder de decidir sobre la vida de otro es volver a la prehistoria ética.
No me faltan razones para oponerme a que se deje morir a una persona en una situación así. Tolerar esas muertes contradice las leyes de la humanidad y vulnera la ética de la medicina: leyes y ética que, como ser humano y como médico, me he comprometido a guardar.La Asociación Médica Mundial pide a los médicos que, al entrar en la profesión, proclamen, en público y por su propio honor, la Declaración de Ginebra, un sucedáneo moderno, laico y universalista del Juramento hipocrático. Entre otras cosas, el médico promete no emplear nunca, incluso bajo amenaza, sus conocimientos en contra de las leyes humanitarias. Es decir, el médico se compromete a no usar la medicina de un modo deshumano, a no torturar, ni participar en la ejecución de la pena capital, ni a ser cómplice de tratos inhumanos. Para preservar la integridad de la medicina, no puede el médico, por amor, compasión o dinero, maltratar a sus pacientes.
Tengo para mí que dejar morir a alguien como Terri va frontalmente en contra de esa promesa. Porque alimentar y administrar líquidos a una persona en estado de consciencia mínima es un deber de humanidad. No es una intervención técnica: no requiere conectar al paciente a una máquina. Basta para tal fin una sonda nasogástrica que, a pesar de su nombre rimbombante, pertenece al género casero del biberón o de la lavativa. Cuidar de una persona en ese estado nada tiene de obstinación terapéutica: todo se reduce a darle de comer y beber, a tenerla limpia, a prestarle los cuidados que se dan a los bebés o a cualquier ser humano impedido. La incapacidad en Terri es permanente, y eso puede cansar a los cuidadores, que pueden desear que termine. Pero ese cansancio tiene otras soluciones, solidarias y sociales, mucho más humanas que dejar morir a una persona de inanición y sed.
Retirar la sonda no es conforme con la ética de la medicina. Ni siquiera puede llamarse eutanasia a dejarles morir. Ni en Holanda ni en Bélgica podrían legalmente ser sometidas a una eutanasia, pues no cumplen ninguno de los requisitos básicos exigidos: esas personas no sufren dolores ni angustia ni los sufrirán si siguen viviendo; no están en situación terminal; no pueden pedir libre conscientemente la eutanasia; y hay una alternativa obvia a la eutanasia: cuidar de ellas.
Intuyo que, en casos como este, el sufrimiento que se quiere suprimir no es el del paciente, sino el de otros: en el caso de Terri, el de su marido Michael. Y eso me parece alarmante; más aún, trágico, porque no faltan personas que desean intensamente seguir cuidando de Terri. Parece que mediante una interpretación, rígida y paradójica, del derecho, se priva a personas que de verdad quieren a Terri de la posibilidad de cuidar de ella y la ponen en manos de quien, por todos los indicios, no la quiere o la quiere muerta. No sabemos si Michael actúa movido de compasión hacia su mujer o de lástima hacia sí mismo. Pero es inevitable pensar que la solución dada por la judicatura es inhumana.
Que para librarse de una carga se le conceda a una persona el poder estremecedor de decidir sobre la vida de otra es regresivo, como volver a la prehistoria ética. Nuestra Constitución nos reconoce el derecho fundamental e inalienable a la vida y ha derogado la pena de muerte. Eso nos da una tranquilidad inmensa. Por eso deseo y espero que nunca sea aquí posible lo que ha pasado en EEUU: que, en virtud de extraños principios y precedentes, los jueces puedan tanto decretar la muerte de criminales como autorizar que se ponga fin a la vida personas inocentes.
Gonzalo Herranz es profesor honorario de Ética Médica de la Universidad de Navarra.